domingo, 8 de abril de 2007

Abderramán


Allí están todas las variedades de cítricos; árboles alineados en el rellano de pequeñas terrazas de cuatro o cinco metros en cuyos bordes de piedra puede uno sentarse. Tomillo y romero y algunos pinos y una escultura metálica de Hércules... Grabado en la piedra, serpentea un pequeño surco a modo de acequia. Algunos cipreses estiran tres metros su presencia separando al jardín de la ruidosa calle contigua cuyo intenso tráfico zumba descontento al otro lado.

¡Hola, amigo!

Levanté la vista de la basura proetarra que, como casi siempre, llenaba algunas páginas del periódico. Un hombre bajo pero de apariencia fuerte, noble, de piel lustrosa y brillante, lampiño, pelo corto y apretados rizos, sonrisa sincera y profunda, me tendía su mano.

Esa mano era áspera. Estaba fría.


Se lo dije y lo justificó por la incesante lluvia que empezaba a dar tregua después de varios días. Sólo llevaba un chándal sobre la piel, un chándal de caridad. Se sentó a mi lado sin perder la sonrisa, dejando junto a él una bolsa de plástico negra medio llena. Su equipaje.

Volvió a tenderme su mano. Sus ojos brillaban. Preguntó mi nombre, y yo supe el suyo. Le pregunté de dónde venía. De África, contestó. Ya, pero África es muy grande. En una mezcla de lenguas me pidió que comprendiera que me ocultara ciertos datos… "Estoy en España, soy español", casi suplicó, más que afirmar. Me preguntó en francés si hablaba inglés, si sabía alemán… árabe. Hablaba de que hay que obedecer a los superiores, a los familiares, a los jefes, porque siempre tienen razón. ¡Ojalá! Repliqué, y al tiempo me dí cuenta de que probablemente acababa de usar una expresión árabe. ¿Ojalá?, repitió. “Oui, il vaut mieux!” – continué sin saber cómo mejorar mi explicación.

“Tu est sage” - Insistía en su sonrisa y se acariciaba la cara haciendo esfuerzos por no tocar mi barba. “Tu est bon – «Et vous aussi ». Y volvíamos a darnos las manos. Me preguntó si estaba casado, si tenía hijos, y cuando le devolví la pregunta, su mirada cayó hacia el suelo con un gesto de infinita tristeza.

¿Cuántos años tienes? Treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres… y acabó la frase con la mano dando vueltas delante suyo, porque la exactitud del dato no tenía demasiada importancia. Parecía mucho más joven.

Le cedí el suplemento que venía con el periódico del sábado y al momento me arrepentí. Era una revista de consumo, dirigida sobre todo a las mujeres, pletórica de modas, joyas, complementos, mucha publicidad, interiores de casas espectaculares... Lo más alejado de la realidad vital de aquel hombre que, literalmente, pasa las noches debajo de un puente. Sin embargo, no se fijó en la enorme distancia que le separaba de ese mundo; seguía las letras con el dedo, leyendo y pronunciando sorprendentemente bien, sin entender lo que leía. Un página que mostraba a una veinteañera anunciando ropa le llevó a sincerarse: eso es Europa; a él no le disgustaba, pero quería que su mujer lo luciera sólo en la intimidad de su casa, no en la calle. No hice comentarios. Más adelante me señaló una balanza preguntándome el nombre, luego el sol, un potingue cosmético que se llamaba nutronosequé y que pensó que era comida…

De pronto se levantó y fue a buscar unas mandarinas. Me costó esfuerzo explicarle que no eran comestibles, no parecía comprender todo aquel derroche de frutales sin sentido. Es una tradición árabe, le dije, y cabeceó pensativo.

En otra foto señaló una bandera que aparecía en el balcón de un edificio. Les États Unies, United States, Estados Unidos… “iu es ei. América”, entendió por fin, y continuó leyendo otro texto con avidez.

Al final de la revista había una oferta de viajes a Tenerife. Reconoció de inmediato el nombre, seguramente no hacía mucho que su vida había pasado por allí. Santa Cruz de Tenerife… Cruz… Cruz Roja, muy buena en España. Fue su asociación de ideas y repetía “Cruz Roja” acomompañándose con gestos de franco agradecimiento.

Al cabo, se levantó y volvió a tenderme la mano. Tenía que irse, dijo. “Je suis très content de parler avec vous”. Quise darle algo de dinero. Ya estaba de pie ante mí. “No argent” – No supe si me había entendido. Metí la mano en el bolsillo y saqué un billete. “No, no…!” y se apartó un poco, pero yo lo puse en su mano. “No, please!” decía ahora en inglés. Su reacción me aturdió ¿le había ofendido? ¡Qué equivocación! Por favor -le dije doblando su mano que empezaba a abrirse para dejar caer el dinero- es para que compres periódicos y leas las noticias… -Pour le journal- repitió, y enormes lágrimas empezaron a manar de sus ojos. Su reseco labio inferior se partió en el sollozo y empezó a sangrar. Yo estaba perplejo, contagiado por su dolor, sin saber qué hacer ni qué decir. Hubiera querido abrazar aquel cuerpo que olía a sudor y a orín, a ser humano, pero me quedé sentado pidiendo perdón. Saqué unos pañuelos de papel del bolsillo, pero los rechazó y se limpió las lágrimas y los mocos con ambas manos, pasando las palmas por la cara.
Cabizbajo, casi arrastrando los pies, abatido, con su miserable equipaje en la mano se fue alejando. Me quedé roto, sin aliento, con una terrible opresión en el pecho, maldiciéndome por no saber estar a la altura, maldiciendo a una sociedad incapaz de avergonzarse por tratar mejor a sus mascotas que a otros seres humanos, por pertenecer a un mundo que despilfarra sin medida mientras otro carece…

3 comentarios:

  1. Anónimo8:13 p. m.

    ¡Qué historia más bonita y terrible a la vez!
    La acabo de enlazar en mi blog.
    Gracias por escribirla.

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  2. Anónimo9:57 p. m.

    Simplemente conmovedor. Y con una técnica literaria envidiable...

    Me ha gustado mucho el blog. Me permites añadirlo a los links del mio?

    Si te pasas por él (www.ruedelille.com), me complacería mucho cualquier tipo de crítica o comentario. Hay relatos cortos y reflexiones.

    Un saludo

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  3. Joder...Qué triste me he quedado. Tienes un gran corazón. ¿Me das permiso para poner tu historia y enlace a tu blog en el mío?
    Un saludo

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