miércoles, 15 de agosto de 1973

Agosto de 1973

Ilustración de "El Libro del Buen Viaje"

Era muy tarde y volvíamos andando, cansados de buscar lugares donde ganarnos unos francos. Bajámos del Sacre Coeur y dando un rodeo por Pigalle alcanzamos el cementerio de Montmartre que atravesamos conmovidos por la rue Cailencourt.

Unos metros más atrás, Carlos y yo, rezagados, simulamos una infantil lucha de espadas, sacando fuerzas de la alegría de este nuestro primer viaje, de la noche y de París a los dieciocho años.

Más adelante, Jose, Pepeluis y el Chiqui entablaron conversación con un joven matrimonio. Chapurrearon ellos su español y farfullamos nuestro francés para darnos a conocer. (Un soniquete que, entonces aún no lo sabía, habría de repetir cientos de veces en distintas "para-lenguas", con más o menos cambios y añadidos para evitar la monótona reiteración y con distintos niveles de sinceridad y seriedad, según el caso).

En un espléndido DS - que entonces significaba "Europa" - nos llevaron a su domicilio. Recuerdo al marido flacucho y con gafas y a ella como ejemplo desmitificador de la mujer francesa, esto es, poquita cosa y más bien feúcha.

Nos dijeron que veraneaban en España con frecuencia y que, por tanto, sabían que allí los estudiantes universitarios íbamos a la facultad vestidos de nuestra guisa y con montera. Atónitos, intentamos refutarles tal creencia, impropia de personas cultas y viajadas, pero como se mantuvieran en la duda, herido nuestro orgullo patrio, sentimiento entonces bien distinto, derivamos pícaramente la conversación a lo taurino, donde podíamos inventar mucho en cualquier lengua, y de ahí a lo gastronómico, buscando pellizcar su chauvinismo lo suficiente como para que pasaran a sostener con ejemplos sus argumentos sobre la superioridad de sus quesos, caracoles y hasta de jamón serrano, muestras que devoramos ávidamente.

Sin ganar la apuesta nacional, nos fuimos satisfechos.
_____________________

Curiosidades:

Una tarde, a la salida de una frugalísima comida más propia de las penurias del mismísimo Dómine Cabra, bajó de un coche dirigiéndose hacia nosotros con gran aspaviento y enorme alharaca Fernando Arrabal, a quien el Régimen mantenía en el exilio y en el anonimato nacional. Recuerdo, no obstante, que Jose y Pepeluis sabían de la anécdota "del huevo". Estuvo excesivo, simpatíquísimo, amabilísimo, entrañable, fraternal, paternal y, seguramente, algo ebrio, nos instó a que fuéramos a visitarle. Desgraciadamente seguimos nuestro camino hacia Bruselas, por lo que sólo puedo imaginar lo mucho que habríamos aprendido en su compañía de haber continuado en París. (Una sensación de vacío semejante por lo que pudo haber sido ocupa mi memoria por otro suceso acaecido años más tarde en Miami del que trataré alguna vez...)

Por esa época acababa de afincarse en la Ville Vila-Matas como aprendiz de escritor y de bohemio, compruebo leyendo "París no se acaba nunca" y sus paralelismos con la póstuma "A Moveable Feast" de Hemingway publicada pocos años antes.

Se me repite en cada viaje: hay un aprendizaje anterior - a veces -, otro durante el propio viaje - a veces -, y otro posterior que no acaba nunca, porque un buen viaje continua siempre.

1 comentario:

  1. Anónimo11:54 p. m.

    Elocuentes palabras de un caminante del mundo, es un enorme gusto haberlo trtado y seguir tratandolo como se debe, de usía y maestría en el lenguaje, ah! que gran explicación de los hechos memorandos de tiempos pasados pero aún frescos en la memoria.

    ResponderEliminar