Saltaba tan ágilmente y con tanta limpieza y seguridad que me obligó a tomar ciertas precauciones. Hacía varias semanas que guardaba en un tarro de cristal una araña patilarga del género Scytodes. Su condición de nocturnas las vuelve torpes durante el día, pero por la noche la sorprendía siempre acechante y con imponente ademán. Por eso la llamé Panfilia.
Ahíta con los bichos que le proporcionaba, para lo cual hube de convertirme en experto intermediario, no había peligro de que se atacaran, así que las puse juntas. Cazadora nocturna una y diurna la otra, ninguna de las dos hacía telaraña. Panfilia, de quien aprendí mucho en los años que vivió, pasaba los días en la casita de cartón que le hice, ignorando las cabriolas de la nueva inquilina. Yo pasaba largos minutos observando sus movimientos, lupa en mano u ojo atento. En cuanto me acercaba, daba un salto veloz enfrentándoseme. Como las arañas carecen de un cuello como tal, giran todo el cuerpo en lugar de volverse. A pesar de sus mismos ojos y del refrán, las arañas tienen una visión muy pobre en comparación con nosotros, claro está. Por eso, cuando se producía algún movimiento, aunque fuera a su espalda, giraba dando un rápido salto para ver de qué se trataba. Por eso la llamé Flit.
Les bastaba con una mosca semanal o un pececillo de plata, y eran dignos de ver los restos que dejaban. Las moscas quedaban aparentemente intactas. Perfectas. De los lepismas sólo quedaba una brillante manchita de plata y los filamentos de lo que fueron sus antenas, sus patas y los cercos táctiles del final de su abdomen. Un día, al volver a casa con la comida, vi el recipiente medio destapado y que Flit no estaba. Localizada al rato en lo alto de la pared, le acerqué su casa golpeando con la uña suavemente mientras la llamaba: ¡Flit, Flit, salta!
Y saltó.
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