lunes, 1 de febrero de 1993

Nuestra Señora de Monte-Olivete. Leyenda



En este lugar, o muy cerca de aquí, debió alzarse
 la primitiva ermita dedicada a Nuestra Señora de Monte Olivete

Hace ya muchos años, los señores de Valencia tenían a su servicio una poderosa hueste cristiana, si no numerosa, sí fiera y aguerrida en el combate, por lo cual era muy respetada. Vivían agrupados entre la Ruzafa y la Canicia que llamáis de San Vicente a unos pasos de la Boatella. Muchos vestían como moros, pero en batalla conservaban sus armas y modos cristianos. Su culto estaba asegurado en la pequeña iglesia que mencioné y no les faltaban medios, tierras y consideración popular.



Es el caso que, volviendo herido de un combate, el padre de Pedro, viendo acercarse la hora de entregar su alma a Dios, llamó a su hijo junto a su lecho y le habló gravemente. Entrególe una bolsa con suficientes monedas como para llevar a cabo la promesa que había de imponerle: Como forma de expiar sus culpas, con las que seguramente no tendrían entrada directa al Paraíso, era necesario que Pedro, su hijo mayor, marchara a Palestina con las primeras fuerzas que allá se encaminaran para liberar los Santos Lugares del infiel. A su vuelta, con la llave que le entregaba, abriría el cofre que en tal sitio hallaría a resguardo y le daría honrosa y cristiana sepultura, encomendando cien misas por su alma.

Partió así Pedro para lugares distantes sufriendo desventuras sin límite ni cuento y perdiendo en el camino cuanto su padre le diera y cuanto con él llevaba, incluida la llave que había colgado al cuello. Sólo su fervor a la Virgen le mantenían en camino, alimentándose como podía y malvistiendo sus ya flacas carnes, resguardándose donde la noche le alcanzaba y soportando lluvia y nieve durante los inviernos de su andadura.

Así, llegó a sus oídos que un joven de su edad reclutaba niños para emprender una cruzada. Dios le había señalado esta misión porque sólo los inocentes serían capaces de devolver el sosiego a los lugares sagrados donde su hijo fundó la Iglesia.

Unióse, pues, a tan singular caravana que atraía niños de todos los puntos de la tierra, miles de andrajosas y escuálidas criaturas enfervorizadas que con ojos enrojecidos y aspecto febril, seguían en silencio los caminos recogiendo cuanto a su paso iban dándoles los mayores. Y cuando rompían el silencio, sus rezos llenaban el aire con el cristal de sus voces no mudadas. Sobrecogía el clamor de las ciudades por las que pasaban. Marchaban a Jerusalén. Dios les guiaba. Y Pedro, además, tenía a la Virgen.

El encantamiento cedió bruscamente: agotado por la marcha, despertó de su sueño una mañana entre gritos y órdenes extrañas. El día le sorprendió con un una luz familiar. Azul, sol, olor de mar... Confundido, antes de ser capaz de enterarse, formaba parte de una caravana que discurría por caminos secos y extraños.

Y así transcurrieron los siguientes treinta años de su vida. Fue vendido como esclavo a una familia poderosa de Palestina y se amoldó a la nueva forma de vida sin dificultad, casi olvidó por completo su vida anterior. Todo lo que normalmente recordaba se relacionaba con la familia a la que servía, como si no hubiera tenido una vida anterior.

Un día, tras una penosa enfermedad, recibió una reprimenda injusta y degradante del nuevo cabeza de familia. Algo había cambiado, se les maltrataba y humillaba con frecuencia y se les exigía hasta el dolor. El mundo se tornó incómodo.

Esa tarde, cuando sorprendió al amo ensañándose con una anciana esclava de la casa, le arremetió ciego de rabia y le derribó. Quedó tendido, repentinamente silencioso, quieto. Demasiado quieto. Miró hacia la esclava y se contagió con el terror que expresaba aquel gesto y huyó.

Huyó.

Ya de noche, exhausto, se detuvo debajo de un árbol en un altozano, a unas leguas de la ciudad. En semejante apuro, abrióse de pronto la puerta de su memoria apareciendo cosas que creía olvidadas. Un amargo sollozo nació como arrancando el dolor desde dentro de sus entrañas con el recuerdo de sus hermanos y amigos de juegos de la infancia.

Había adquirido cierta habilidad tallando pequeñas piezas de madera en sus ratos libres, como aquella pequeña imagen de la Virgen que siempre llevaba encima a la que se había aficionado y a la que dirigía periódicamente sus oraciones. La luna iluminaba la noche con bastante claridad. Con el filo de una piedra labró una cruz en la áspera corteza del árbol. Se santiguó. La besó. Apoyó la espalda en el olivo y sacó la figurita manteniéndola en las manos, en su regazo. Y se quedó dormido, la cabeza caída sobre el pecho, mientras los dedos seguían acariciando la pequeña talla.

Aunque la luz de la mañana hacía horas que bañaba los campos, no fueron su claridad ni su calor los que le despertaron, sino los ruidos que se apoderaron de su mente aún dormida; ruidos que transportaron su sueño a momentos y paisajes de la niñez de recuerdo recién recobrado. Y abrió los ojos y se notó bañado por una calma y una placidez como nunca antes había sentido.

Aún somnoliento, miró a su alrededor y algo en su interior comenzó a mandarle avisos. Había algo nuevo flotando en el aire. Ese perfume, ese suave ronroneo, el sonido de los pájaros y de los insectos, el olor a mar y a río producido por una acequia cercana cuyo rumor comenzaba a percibir ahora, aquellas cañas, el olivo...

Icono de la Virgen de Monteolivete.
Talla sienesa del s. XIV
Apretando fuertemente la figurita en su mano siguió el camino que junto a él pasaba. Aunque había llegado hasta allí descontrolado en su ciega huida, estaba seguro de no haber pasado nunca antes por estos campos y, sin embargo, aquello le era conocido. Unos centenares de pasos más allá había un hombre. Sabiéndose un fugitivo, a punto estuvo de esconderse en un primer impulso, pero aquel hombre y sus herramientas eran cristianos. Quizás había caminado durante la noche sin saberlo hasta más allá de lo humano. La Virgen debía saberlo. Le preguntó rezando. El hombre se acercaba ahora con recelo por tratarse de un extraño vestido a la mora y con un proceder tan extravagante. Cuando se cruzaban, Pedro saludó con un gesto de cabeza, y el otro, fijándose en la figurita que iba manoseando, respondió "Bon dia!"

Una explosión de luz lo iluminó por dentro y relámpagos desordenados con secuencias de su vida se sucedieron incontrolables. El otro hombre seguía su camino mirando con recelo a aquel enloquecido que despojándose de la ropa y cubierto solo por una camisa caía de inojos implorándole que no se marchara y con lágrimas en los ojos y sacudido por temblores le preguntaba adónde conducía aquel camino, aunque ya sabía la respuesta cuando llegó: ¡A Ruzafa!
. . . . .

Yo conocí a aquel hombre que en una noche recorrió cientos de años y de leguas. Recuerdo sus carnes secas y quemadas por la oración y el sol. Su pelo largo y áspero como crin de mula; sus barbas aún negras a pesar de sus muchos años.

Desapareció un día, de pronto, dejando vacío su eremitorio y nunca más supimos de él. Y se llevó su Virgen, la que guardaba el secreto de aquel suceso, que era de talla más tosca que la que hoy puede verse. De su existencia y de su historia sólo quedan ya leyendas.

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