lunes, 1 de marzo de 1993

El laúd prodigioso


 Estaba inquieto aquella tarde. Le propuse pasear y no quiso. Tomó su vihuela favorita y volvió a dejarla en el mueble. Entonces cogió otra, la que comprara a aquel árabe en Toledo. La templó y fue a sentarse.

Luz mediterránea de marzo entraba desde la calla en tarde. Dentro de poco retirarían los gruesos paños y tapices de la habitación que quedaría en los huesos: piedra y madera, frescor para aliviar los calurosos días.

Luego de algunos rasgueos y escalas, canturreó algunos versos y, de pronto, cantó alto:

Yendo y viniendo
voime enamorando:
una vez riendo
y otra vez... ¡gozando!

Y me guiñó un ojo. En tan breve tiempo había mudado. Aquél era ciertamente un instrumento mágico, ya lo admitió el mercader y ese fue uno de los motivos por los que lo adquirió. Habíale contado una bonita leyenda sobre el instrumento y acabó convenciéndole de que en los momentos de tristeza, sus notas conseguirían levantarle el ánimo y, en vibración armónica con el universo, se vería más cerca del Paraíso. Y así era.

Samail tenía en su harén una favorita cristiana a la que amaba sobre todas las demás, pero no le daba hijos. obligado a tomar nueva esposa, para no afligirla, incapaz de repudiarla y no queriendo ella volver a sus tierras castellanas,  solicitó los servicios de la magia. El día anterior a sus nuevos esponsales regaló a su amada aquel instrumento, una variedad de laúd árabe muy parecido a la vihuela cristiana, una extraña criatura de mástil recto, caja mediana, mayor que una vihuela pero menor que un laúd. Ricamente trabajada, se completaba con una moderada barriga que daba más capacidad sonora a sus entrañas. Allí estaba su alma. Porque el extraño instrumento, muchas veces tañido por aquella dama, la conservaría feliz hasta el instante mismo de su muerte, y esa misma virtud transmitiría a quien supiera tocarlo.



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