martes, 18 de abril de 2000

Luis Milán. Prólogo

Lloviznaba un plomizo día de primavera. El invierno, ausente desde el pasado febrero, volvía a destiempo blanqueando la vista de la sierra próxima.

Pesado y triste también mi ánimo. Notaba incluso la densidad de los humores internos, producto del desequilibrio de mi alma y de mi cuerpo.

Llamaron a la puerta.

En el umbral había un mozo de pies embarrados y aspecto frío, los labios azules y las manos cerradas que se refugiaban debajo de los brazos.

Señor, dijo, sólo tú puedes ayudarme. Y me tendió un papel arrugado que sacó de entre la ropa que se pegaba a su cuerpo.

Lo desplegué, ni con desonfianza ni con curiosidad, siquiera, pues aún no había reaccionado.

Un golpe de viento barrió la calle y me mojó la cara. Me hice a un lado para qu el muchacho penetrara, pero no se movió y su impaciente mirada me devolvieron al papel. Acabé de alisarlo y al primer vistazo me pareció una acutorización para acaptar.


No, por la otra parte - me dijo, cuando ya casi iba a despacharle.


Eran tiempos duros y muchos señores, bien por benevolencia, bien por egoísmo, autorizaban a sus esclavos a solicitar permiso para recaudar los fondos necesarios para su manumisión. Esa autorización, que expedía el Bayle, era el paso previo a la libertad. También era potestad del Bayle extender los salvoconductos que, por tiempo fijo, permitían a los esclavos ir a visitar a sus familiares y parientes, dentro o fuera del Reino. Eran los guiatges.

"Don Miguel de ..., cavaller del Ordre y Milicia de Santhyago de la Spasa, senyor del lochs y baronies de... y honor de... y de... done y legue a Francisco fill de Francisco olim Casim, sclau meu, libertat... sia a reste granch libert inmune y exempt de qualsevoll jou de servitut..."

Le miré sin comprender. En sus ojos, suplicantes, leí que faltaba algo. Di la vuelta al papel y entonces ví el dibujo, la señal que quería enseñarme.

No hay comentarios:

Publicar un comentario