Desde que paseo por el Río he querido describir la impresión que me causan las adelfas.
Su perfume es dulzón y envolvente y agradable - maternal - o como la carne precoz de un niño de pocos meses.
Paso lo más cerca que puedo y dejo que me rocen y envenenen levemente sus feromonas blancas y rosáceas, tan atrayentes.
Hoy, mientras volvía del trabajo relacionaba su olor con la fragancia de un chesterfield recién encendido. Es un recuerdo íntimo, entrañable y próximo, quizás por la fecha en que se produce.
Recuerdo, sobre todo, su aroma dentro del coche, en algún viaje, casi siempre despierto y cavilando, mirando a lo lejos por la ventanilla, hundido en el paisaje el pensamiento.
Y el perfil de mi madre joven, y el contacto de mis hermanos y de Poli. O quizás solo, a la ida o a la vuelta de Segovia.
Los gestos, expresiones, miradas y exabruptos, las canciones, las muecas y maldiciones... todo eso ya perdido que sólo se conserva en la parcela del arcano a la que accedo y que vive porque yo vivo.
Pero no era esta la idea, aunque el perfume de las adelfas y del chester y del recuerdo sean uno mismo y evidentes.
Porque perfumamos el pasado para que nos duela menos al presente.
Porque perfumamos el presente para que nos duela menos el pasado.
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