Cuando llegas de noche a alguna de las grandes urbes asiáticas o americanas, un asombroso panorama formado por infinitos puntos luminosos te recibe. Desgraciadamente, gran parte de esas estáticas luciérnagas artificiales amanecen como tristes bombillas alumbrando precarias construcciones: ranchitos, favelas, miserables chavolas.
Así, a la propia pobreza, se suma la carencia de cielo porque en esas condiciones es imposible ver las estrellas, ese otro magnífico tesoro de luz que nos envuelve cada noche y del que cada día estamos más alejados.
Sería absurdo pretender posturas ecologistas cuando lo más inmediato es sobrevivir. Absurdo hablar de uso más racional de la luz, cuando la electricidad se ha de robar directamente del poste más cercano…
Pero cuando no hay excusas, ¿por qué contaminamos?, ¿por qué manchamos el cielo con nuestro derroche de luz, y además el aire con los residuos por la generación de esa electricidad superflua? Una buena política medioambiental debe tenerlo en cuenta. Y sin necesidad de acudir a futuros imaginarios en los que la energía se obtenga sin contaminar, hoy basta con que modifiquemos las farolas de nuestras ciudades: no sólo puede ahorrarse una enorme cantidad de electricidad, también podemos evitar producir residuos de mercurio, entre otros.
Ya no ignoramos que todas nuestras actividades tienen consecuencias sobre la vida en
No se trata, en definitiva, de un problema de estética, ni de recuperar ese capítulo de cultura a punto de perderse. Si una noche despejada, lejos de espacios lumínicamente contaminados, miras hacia arriba, no podrás evitar sorprenderte: allí están las estrellas.
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