viernes, 29 de julio de 2011

Humano, solo humano

Winter-Hölbach von Wernerk

Fue en 1947. Unas niñas de Cuevas de Vinromá vieron, o creyeron ver, que tanto monta, luces e imágenes prodigiosas y, dicen, la Señora se les apareció junto a la covacha que da nombre al lugar, sobre un árbol, y les dijo cosas que ellas creyeron muy bellas, aun cuando no acertaron a interpretarlas ni, por supuesto, a repetirlas.

La noticia, como bien puede imaginarse, corrió con el mismo ansia con que la gente la necesitaba, quizá coincidiendo en el tiempo con otro suceso extraordinario, el del barrio viejo de los mineros de Cáceres. Pero volvamos al hecho primero que nos ocupa, al que referiré mi historia.



Tío Alfonso pasaba del medio siglo, y el muro final de sus días levantábase pétreo y próximo. Un mal incurable le aquejaba y estaba desahuciado.

Ignoro sus sueños y pensamientos (que posiblemente cruzarían obsesivos por su cabeza intentando asimilar la nueva idea sempipresente de la muerte cercana), pero sé, no obstante, aún salvando aquéllo que mi propia imaginación haya podido añadir al recuerdo con el paso del tiempo, que en las horas del atardecer y esas primeras sombras de la noche devorando al día, su mente se esforzaba por encontrar una explicación, una respuesta a tan inminente y brutal realidad. Pugnaba por hallar una razón, siquiera un consuelo con que aplacar los dolores de la mente o el espíritu; éstos si que se hacían insoportables. Los otros, los del cuerpo físico, se decía, al menos los entiendo, puedo incluso dominarlos y someterlos; los localizo y llego a contemplarlos como se mira una espina en un dedo, aunque no pueda ver la llaga, aunque no comprenda el proceso del mal ni el mecanismo que haya seguido el destino para seleccionarme entre tantas personas...

Y sé que estas horas se le hacían difíciles y que, a pesar de lo que él afirmaba, el dolor que asomaba en su gesto decía lo contrario. Sus ojos, su boca, sus manos lo expresaban en las mismas muecas con que intentaba disimularlos. Quizá el dolor espiritual, inabarcable, como él lo apellidaba, tenía también su parte en el cambio fisiognómico, o que, al cabo, tan intenso esfuerzo mental minaba su aparente desprecio por un sufrimiento que contraía su rostro traicionándole.

Más tarde, llegaría a confesarme que estaba aterrado y que si no dejaba traslucir ese sentimiento era para no desanimar a los que con él vivían y también padecían su enfermedad. Luego comenzó a reflexionar en voz alta ocasionalmente, tal vez para notarse vivo oyéndose a sí mismo. Vinieron días de gran postración y crisis de agudísimos dolores, pero no consentía quedarse en cama. Ya tendré tiempo, afirmaba lapidariamente. Y gustaba, dentro del rigor del clima, de dar cortos paseos y sentarse para aprovechar los todavía oblicuos rayos de sol matinal.

Entonces, bien cabizbajo o con la barbilla levemente levantada, con el sombrero en las manos, entrecerraba los ojos y cualquiera diría que llegaba a dormirse con la calma y tibieza de esa luz, dominando el presentimiento de las terribles horas de oscuridad ahora lejanas.

Pero no dormía, ¡cómo podría hacerlo! Se levantaba de pronto y con inesperada firmeza y una gran seguridad reemprendía el camino a casa, a menudo comentando intrascendencias, con su fino humor de costumbre. Después, pasado un rato, y como si las recién adquiridas energías se hubieran agotado, volvía a sumirse en su cerrado silencio y raras veces volvía a separar los labios y, si lo hacía, no era sino para procurarse un mayor acopio de oxígeno, como si empezara a escasearle.

Por las tardes, ya agobiado por esas sombras preludio penoso de lo que se avecinaba, tornábase grave y profundo y hasta un poco misterioso. Cuanto le rodeaba tenía para mí algo de prodigio. En cambio, nunca ofrecía una impresión lúgubre y pocas veces lastimosa, sino más bien serena y pacífica, sin que se notara la artificiosidad del láudano. Porque los dolores normalmente ausentes durante la mañana, reaparecían con el frío, en ocasiones con tal violencia que se doblaba sobre sí mismo y cerraba los puños que sus crispados brazos apretaban contra el cuerpo.

Gustaba releer y no emprender lecturas nuevas que podía dejar inconclusas. También escribía, con parsimonia, con unas elegantes y firmes letras constituyendo palabras que se sucedían conformando rectísimos renglones. Con admirable tesón, había superado una traumática infancia de niño zurdo y ahora presumía dominando la técnica caligráfica con ambas manos. Llenó centenares de cuartillas que guardaba cuidadosamente en el segundo cajón de la derecha de su escritorio. Cuánto me hubiera gustado conocer el secreto de que eran depositarias, pero unos días después del milagro, las quemó todas. No lo hizo por venganza, absurda y vana, me razonó, sino porque ya no estaba de acuerdo con lo que había escrito y como sólo eran útiles para él, las mandaba por delante.

La noticia de los portentos acontecidos en Cuevas de Vinromá le produjo un gran desasosiego. Sus dudas e incógnitas apenas controladas, volvieron a desordenarse causándole una enorme agitación. Al enterarme más tarde de su propósito, comprendí los nuevos tormentos que aquejaban su ánimo. Comenzó por repetirme la noticia: la Santa Sede se debatía silenciosamente entre la declaración de la nueva Fátima o el nuevo Lourdes o por echar tierra sobre el asunto. Pero cuando sus razonamientos fueron extendiéndose, me dí cuenta del auténtico significado que aquéllo tenía para él. Era la última esperanza de un moribundo y algo en su interior le hacía aferrarse a la magia de un postrer milagro. Sus ojos brillaban transparentando esa lucha interna que ya tenía un vencedor: ¡Iría!

En las primeras horas de la mañana de un frío y plomizo día, nos vimos entre la multitud ávida de los beneficios de la insólita gracia. Había gentes de toda condición, predominando, naturalmente, los humildes cuyas pobrezas revestían mutilaciones y apósitos. Gentes de ateridos cuerpos y cerúleos gestos contrastando con la exaltación que les producía la inminencia de lo sobrenatural.

Y de pronto, en un momento dado, comenzaron a arrojarse frenéticamente al agua, a revolcarse e incluso a hacer como que nadaban en el gris y frío seno de apenas unos centímetros de profundidad. Tio Alfonso ni siquiera hizo ademán de despojarse del abrigo. Se quedó muy quieto. No sé si miraba el lugar en el que debía lanzarse o más alla, o a ningún sitio. Después de un rato, se volvió hacia mí y dirigiéndose hacia algo que había en mi interior, o a otro punto no físico, dijo: "Si la Virgen quiere salvarme, lo hará sin necesidad de que coja una pulmonía ¿no crees?"

No oyó las voces desencajadas que gritaban ¡milagro!, ni vio a las gentes que empujándose en tropel y pisoteando a los caídos, corrían hacia donde se emitían esos repetidos gritos. Recobrado su aplomo y su firmeza, su semblante se había transfigurado con magnífica profundidad. Había comprendido. Y ebrio de aplastante calma, volvió a casa a esperar su momento. Cada día.

1 comentario:

  1. El texto es genial, con un tempo y una estructura muy lúcidas (si se me permite la crítica).

    Respecto a la definitiva "Sanchificación" del tío Alfonso sólo puedo decir, desde la experiencia que mi joven vida me ha confesado, que la vida no tiene verdades (ni, por tanto, mentiras) absolutas. Es todo tan subjetivo como la propia objetividad. Por ello, el deber y el sentido de la vida debemos escribirlo y pintarlo nosotros mismos, cada día y en cada acto. Es por eso que, desde mi actual situación indolora, considero un error quizás ingenuo el hecho de no hacer un esfuerzo por creerse las mentiras más infantiles pero efectivas.

    Quizás fuera de eso de lo que hablaba la Biblia al afirmar que "sólo los niños entrarán en el reino de los cielos..."

    ResponderEliminar