miércoles, 31 de mayo de 2000

Perfume del pensamiento

Desde que paseo por el Río he querido describir la impresión que me causan las adelfas.

Su perfume es dulzón y envolvente y agradable - maternal - o como la carne precoz de un niño de pocos meses.

Paso lo más cerca que puedo y dejo que me rocen y envenenen levemente sus feromonas blancas y rosáceas, tan atrayentes.

Hoy, mientras volvía del trabajo relacionaba su olor con la fragancia de un chesterfield recién encendido. Es un recuerdo íntimo, entrañable y próximo, quizás por la fecha en que se produce.

Recuerdo, sobre todo, su aroma dentro del coche, en algún viaje, casi siempre despierto y cavilando, mirando a lo lejos por la ventanilla, hundido en el paisaje el pensamiento.

Y el perfil de mi madre joven, y el contacto de mis hermanos y de Poli. O quizás solo, a la ida o a la vuelta de Segovia.

Los gestos, expresiones, miradas y exabruptos, las canciones, las muecas y maldiciones... todo eso ya perdido que sólo se conserva en la parcela del arcano a la que accedo y que vive porque yo vivo.

Pero no era esta la idea, aunque el perfume de las adelfas y del chester y del recuerdo sean uno mismo y evidentes.

Porque perfumamos el pasado para que nos duela menos al presente.

Porque perfumamos el presente para que nos duela menos el pasado.

lunes, 29 de mayo de 2000

Un gato en el camino

Ayer, en medio del atasco, vi pasar entre los coches un gato pequeño. Lejos de su habitual territorio, se le veía despistado entre los hierros gigantescos, quemantes y rugientes del tránsito. Se movía dudando, de aquí para allá, sin saber adónde ir.


La fila en que me encontraba encallado, comenzó a avanzar unos metros y el minino, que vió un hueco, hizo un quiebro en su deambular viniendo hacia mi coche. Quise pitar pero falló el mecanismo y avancé sin remedio. Muy despacio, no sólo porque no se podía ir más rápido en medio del embotellamiento, sino porque, cabía la posibilidad de que se encontrara debajo, y quería evitarme el mal trago de notar que las ruedas lo aplastaban.

Nada noté. Pero dos o tres paradas más adelante empecé a oír los maullidos. Muy lejanos al principio, tanto que pensé que se trataba de una ilusión. Aceleré. Y volví a oírlo. No cabía duda, estaba debajo del coche, dentro del motor, pero ¿dónde? Lo peor es que no podía desviarme hacia el arcén de la derecha, cinco carriles más allá, sin montar la de dios es cristo. Y pararme allí a la izquierda... Bueno, si encendía las luces de "warning", salía y levantaba el capó... ¡La que se iba a armar!

La fila continuó muy despacio. Seguí. Cada vez que parábamos sus delicados maullidos me atravesaban el alma. Si la marcha se aceleraba, las piezas móviles del motor acabarían por hacerle trizas, o caería de donde estuviera y las ruedas pasarían por encima, las mías o las de otro que viniera a continuación.

Ya en carretera, con toda precaución, busqué la primera salida más, con todos los músculos tensos y atentos al ruido que delatara lo peor. Pensaba mientras en cómo iba a sacarlo de donde estuviere, pues era seguro que atacaría con rabia en cuanto pudiera...

Paré, levanté la plancha metálica rogando por no encontrarlo todo con pegotes de sangre, carne y pelos. Y no, allí, en un rinconcito, hecho un gurruño, se removió el pequeño animal.

- "¡Pero qué haces ahí, hombre!" - le dije lo más cariñoso que pude. Y el minino, depeluzado pero entero, deshizo el ovillo y salió por donde entrara y se marchó corriendo hacia el solar junto al que había aparcado.

miércoles, 10 de mayo de 2000

A Filis

musaDonde esté. Los deseos de los poetas son eternos, porque rara vez se cumplen. Así, es muy posible que yazca junto con el resto del arcano simbólico, junto con el resto de la realidad idílica.

Y es que esos deseos, a fuer de repetirse, a golpe de anhelos, saturados de gnosis, con los pensones vibrando al más alto grado, invisibles, por tanto; sus deseos, al cabo, son tan sólidos como cualquier sólido, como el cristal más límpido. Y, sin embargo, son etéreos, como el alma.

A Filis, porque existió y existe cada vez que lees a Lope, cada vez que resuenan, lánguidos, los lamentos de Belardo. Y a Amarilis, y a Venus y a la vida sin la que no existiría ¿ni el inconsciente colectivo?

viernes, 5 de mayo de 2000

El libro

libroEl libro aguarda.

Erguido o tendido, espera hermético. Cuanto sabe se extiende en renglones paralelos de apetecible estética a veces, de apretada presencia otras, pero siempre de apariencia limpia, aunque el papel que forma su soporte vaya pereciendo, amarilleándose, delatando la mediocre calidad de la pasta con que se hizo.

Los pececillos de plata originan surcos destructores de formas caprichosas que no corrompen su alma.

Por eso no hay que eliminar las arañas, silenciosas amigas del libro al que no parece importarle la espera porque sabe que, al cabo, soportará siquiera la mirada de unos ojos en el momento de la elección, incluso el tacto de una mano. Y eso le basta.